De cosecha propia y ecológica

En estos tiempos en los que la salud, tanto la propia como la del planeta, es una de las principales preocupaciones del ser humano, es natural que la ecología sea un valor en alza, y que, en lo referente a la alimentación, lo ecológico sea un plus muy apreciado.

El Diccionario nos dice que la ecología -en la tercera acepción de la palabra- es la "defensa y protección de la naturaleza y del medio ambiente". A los efectos que nos interesan, solemos hablar de agricultura ecológica para referirnos a aquella en la que no se utilizan ni fertilizantes ni pesticidas químicos, sino los llamados "naturales". Atrás parecen quedar los tiempos en los que todas las estaciones de ferrocarril de España lucían publicidad del nitrato sódico, llamado "de Chile", y en los que el DDT -el compuesto llamado dicloro difenil tricloroetano, no la magnífica revista de historietas del mismo nombre de Bruguera- campaba por sus respetos como plaguicida.

Hoy, ya decimos, que un producto lleve el apellido "ecológico" es todo un plus, y es normal que así sea. Las dificultades empiezan cuando el consumidor, convencido de las obvias ventajas de esos productos, quiere aprovisionarse de ellos, fundamentalmente porque la producción es aún escasa, y su presencia en los mercados todavía más, aunque se pueden encontrar en la red, y también por el nada despreciable motivo de que ese plus se traduce en un incremento de precio.


Hace unos días, un cocinero tan partidario de los productos naturales como Santi Santamaría desarrolló en Madrid y Barcelona unas jornadas ecoculinarias bajo el título de "la cocina con productos ecológicos". Hubo taller de cocina y cena a base de estos productos, procedentes de una huerta en la que no sólo se ejerce la agricultura ecológica, sino también la biodinámica, que es una cosa que a mí me supera, porque tiene que ver con las fases de la luna, la situación de los astros, y uno, que es de lo más escéptico respecto a los horóscopos, no lo es menos en cuanto a que una posible conjunción de Marte y Saturno influya en la calidad de los tomates.

Pero, ciertamente, estamos a favor de la sostenibilidad del planeta y, por tanto, de este tipo de productos. Ahora bien: mucho nos tememos que la vía más segura de acceder a ellos es... cultivarlos uno mismo. Y eso no está al alcance de cualquiera, sobre todo si de urbanitas hablamos. No todo el mundo puede montarse una granja como la del cocinero Jamie Oliver, la del actor Juan Echanove o, en menor escala, la de la esposa de un querido colega donostiarra que cultiva sus propias hortalizas y cría sus propias gallinas: hay que tener espacio. Y el espacio es... un lujo.

Está claro que lo primero que hace un ciudadano cuando consigue ser propietario de una parcela es construirse su chalé.

Una vez resuelto el tema de la vivienda, vendrán la piscina, el jardín y, si la parcela es suficiente, la cancha de tenis; en un huerto, la verdad, no piensa casi nadie. La verdad es que en un pañuelo de tierra podríamos cosechar nuestros propios tomates, lechugas, fresas y qué sé yo cuántas cosas más; pero no lo hacemos. Entre otras cosas, porque un huerto da muchísimo trabajo... y muchísimos problemas en forma de bichos amantes de esas hortalizas que, evidentemente, no es para ellos para quienes las cultivamos.

La agricultura, aunque sea doméstica, precisa de una dedicación casi absoluta. Y contratar los servicios de un agricultor que nos lleve el huerto, como el citado Oliver, supone un gasto que sólo compensa si la producción lo justifica. Es cierto que un jardinero también cobra lo suyo, pero a la gente, de momento, le gusta más enseñar las rosas que las judías verdes.

Una lástima, porque hay que ver cómo queda uno si, en una cena, saca la ensalada y proclama ante sus invitados que es "de cosecha propia", al estilo de aquel patricio romano que, al servir el vino, anunciaba que "gracias a los dioses, yo no lo compro", que era una manera más sutil de decir que se elaboraba para él, con uvas de sus viñas.

Hacer vino, hoy, es una cosa que da, además de satisfacciones, prestigio social; el problema es que las patatas no dan ese prestigio, por buenísimas que sean. Si el agricultor que cultiva productos de alta calidad, ecológicos de verdad, gozase de ese prestigio, de una alta consideración social aunque no fuera más que por la dedicación al trabajo bien hecho; si las administraciones públicas canalizaran sus ayudas a los productores de base, y no a las cumbres, posiblemente nos iría a todos mejor: la gente trabaja más a gusto cuando se valora, y no sólo económicamente, lo que hace.

De todos modos... Con cultivo ecológico o no, lo cierto es que sólo quien cultive sus tomates y los coseche en el momento prefecto de madurez los disfrutará plenamente. Los demás... a conformarnos con lo que hay en el mercado.

Fuente  adn.es

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